Al año
César Leonidas Ruiz

Colección Letras No. 1

Primera edición
Junio 2020
Santo Domingo

Diego Herrera
Editor General

Concepción gráfica
Diego Acevedo

Diseño
Belén Ramírez

 

Al año

Vuelvo a escribir
Cuatro padres
A mis amigos y amigas les prometo el retorno compañeras y compañeros

 

Vuelvo a escribir

He enfrentado tiempos tan complejos, tan oscuros, tan inciertos, que en verdad me ha costado un mundo escribir, el tiempo me ha embarcado en pensar y en pensar, hasta quedarme vacío, este vaciamiento me ha llevado a la desesperación y muchas de las veces a la depresión, han sido vanos los intentos por lograr un equilibrio que me permita ver de diferente manera la realidad problematizada, he dependido demasiado de mis sentires, mis limitaciones han sido el sendero por el que he caminado últimamente, realmente me he sentido super mal, no se cual tempestad es la que ha logrado que me hunda, que naufrague, que agonice, no sé cuál huracán me ha llevado de tumbo en tumbo, y yo sin poder autocontrolarme, a veces he deseado perderme, desaparecer, no volver jamás a abrir los ojos para ver esta realidad construida desde mi negligencia y estupidez, ha sido inútil, todos los días volvía a saber que este mundo despertaba y me despertaba.

Me ha tocado fingir y fingirme, lo primero ha resultado fácil, hasta provocador, verme bien delante de las amistades, de los familiares, de las autoridades, de las enemistades me ha sido un tanto fácil, no me ha costado mucho esfuerzo, además parece que estuve hecho para eso desde pequeño y creo que lo hago muy bien, a pesar que siempre he pensado que es una tontería construir personajes; lo segundo la mayor de las veces me he culpado a mí mismo, ha sido terrible encerrarme con mis penas, desesperaciones, oírme como el estómago me da la vuelta buscando tranquilidad, como el cerebro anda por su propio camino, indisciplinado, haciendo lo que le da la gana, acercándome a la locura, esto me ha devastado el alma, les confieso muchas de las veces he orado, he rezado, he vuelto a mis orígenes.

Vuelvo a escribir después de tanto tiempo, nadie me ha pedido, nadie me ha solicitado, nadie me ha extrañado, a veces eso es bueno, es una manera de recordarte que tienes que seguir insistiendo, que tienes que continuar con tu tarea, nadie te encomendó para que escribieras solamente lo tomas como opción y eso es válido en todas las acciones de la vida.

A ustedes mis amigas y mis amigos, a ustedes mis compañeros y compañeras, les agradezco profundamente por no haberse dado la molestia de reclamarme, de no interesarse siquiera un poquito, de no poner el grito en el cielo porque había dejado de escribir, eso me calmaba bastante y me ponía en alerta al mismo tiempo, después de todo ustedes conforman ese círculo de amistades que son super discretas, que no molestan, que más bien son indiferentes y es bueno entender de esa manera la vida, muchas gracias por su comprensión. Nada más decirles que intentaré nuevamente retomar la escritura como una forma de catarsis, eso me calmará y evitara que cometa tonterías, al fin y al cabo la palabra, sana, cura e equilibra.

Ah por cierto les participo de la posibilidad de pensar juntos así que atentos a lo que se nos viene en el dos mil dieciocho.

Cuatro padres

“Papá uno”

Latacunga era una ciudad a unas cinco horas de distancia desde Pujilí, este era el tiempo calculado según el viaje que realizaron el Jaime con el César, el traslado lo realizaron a pie cuando apenas llegaban a los seis o siete años, iban a verle a la Esthela, mamá del César, nunca comunicaron de este viaje a papá Alfonso su primer padre, un músico de banda, sastre, sobador de lisiados, hacedor de bombos, para que comunicarle, si sabían que no les dejaría ir, además sabían que papá Alfonso era un padre bravo, grande, que usaba sombrero y poncho, con una voz grave y fuerte de dar miedo. Cuando papá Alfonso tenía un compromiso con la banda les traía papas con cuy, conejo asado, plátanos, naranjas, caramelos en los bolsillos de su leva, a veces también una borrachera impertinente que les asustaba, mientras mamita Luz María les cubría con su chalina. Papa Alfonso les dejaba ver cuando hilvanaba un saco de casimir, cuando hacía la puntada pata de gallo para coser la basta, cuando calentaba la plancha encendiendo el carbón con un atado pequeño de trapos, cubierto de gasolina o kerosene, cuando les pedía que aventaran la candela que se producía con el carbón y ellos se turnaban en esta labor, encantados viendo como la candela y las chispas saltaban liberando calor, mientras papá Alfonso silbaba callullapis, sanjuanitos, pasacalles, yaravíes y les pedía al Jaime y al César que hicieran lo mismo, así amaron los silbos, las canciones, porque papá Alfonso era músico de banda, tocaba el bombo.

“Papá dos”

La Esthela trabajaba en una casa en Latacunga, una casa de un solo piso distribuida en cocina, comedor, dormitorio, baño con ducha, sala de espera y zaguán, además estaba muy cerca de la Estación del Tren y de la Cervecería y a unas cuatro cuadras del río más lindo que había conocido el Kutuchi, a pesar que al César siempre le gustaba más su río el Pujilí, el César se acostumbró a viajar a verle a su mamá, en estos viajes conoció al que iba a ser su segundo papá, el Jorge, tenía la tez morena, por lo general andaba siempre en bicicleta, cantaba rancheras, jugaba vóley en una cancha de tierra en la estación del tren, tenía unos ojos cafés que le brillaban mucho, una sonrisa suavecita, y su pelo negro estaba siempre peinado para atrás, era tierno, amoroso, acostumbraba hacerle subir en la bicicleta y le llevaba a coger capulíes y a traer choclos tiernos de Chan, eran terrenos del papá, de la mamá, de los abuelos del Jorge, que quedaban a unos treinta o cuarenta y cinco minutos de la casa donde vivía el Jorge, los cabuyos, el sigse, la ashpa quinua, los huiragchuros, los jilgueros, los rikches, los mirlos, era mágico este paisaje además sonsacaba miradas y los oídos permanecían latentes. Le llevaba al cine “Rex” a ver películas de Pedro Infante, Antonio Aguilar, Miguel Aceves Mejía, todos ellos con trajes muy apretados al cuerpo, chompas adornadas con lentejuelas, siempre iban puestos unos sombreros grandes, andaban en caballo, estaban en peleas de gallos ahí cantaban rancheras, corridos y boleros, se quedaban casi horas besando a mujeres bellas, esas escenas apenas alcanzaba a ver el César porque el Jorge como un buen papá le hacía cerrar los ojos, mientras pasaba esa escena; el César, acordándose de las películas hacía lo mismo, cerraba los ojos cuando el Jorge le besaba a su mamá, el Jorge trabajaba haciendo zapatos con tubo de llanta de carro, llamados oshotas o chancletas. El Jorge un día apareció en Pujilí junto a la Esthela, cogidos de la mano, abrazados, el César saltaba, luego de un tiempo y por un acuerdo de respeto y cariño le comenzó a llamar papá Jorge. Al César le agrado, el Jorge era su segundo papá.

“Papá tres”

Anda, saluda, pedí la bendición, él es tu abuelo Leonidas, le decía la Esthela al César, el pequeño  frecuentemente irrumpía con sus miradas cabizbajas el empedrado de la calle, como queriendo romper en llanto y sosteniéndose en la falda plisada de la Esthela, se abrazaba fuertemente a las piernas de su madre, al fin las fuerzas no eran suficientes para sostenerse y despacito con una voz casi imperceptible le decía, la bendición papá. 

No soy tu papá, le decía, soy tu abuelo, a pesar que tu padre no te reconoce. El no entendía nada, solo se contentaba cuando veía que su mano se llenaba de unos cuatro centavos. El abuelo que por esos avatares de la vida sabía lo que al “guambra” le faltaba, terminaba diciéndole, -te doy para que te “hagas” el pelo, o te compres pan. Aquel hombre se iba, se perdía entre los árboles de toctes, cipreses, plantas de geranios del parque. El abuelo, al que el guambra le decía papá Leonidas, se convertía casualmente en su tercer papá, era un hombre de mediana estatura, siempre le veía luciendo un terno de casimir, elegante, una camisa blanca pulcra como si se hubiera terminado de ponerse en ese instante, un sombrero de paño negro, su caminar era gallardo, su mirada era agua limpia, bondad enternecida, su boca zurcía palabras enormes, francas, era un constructor de carrocerías, tenía un taller así de grande, donde la madera, las tablas salían por encima del tapial de tierra conque hacían las paredes de las casas, de los patios; tenía unas máquinas enormes para aserrar la madera, que al César le hacía temblar su pequeño cuerpo, como gelatina. Donde el César le veía a ese hombre de otro mundo, hecho de madera de capulí, eucalipto, laurel o guayacán, hombre de serrucho, martillo, clavos, pernos y tuercas; el César se le acercaba agachadito al papá Leonidas, le saludaba, le pedía la bendición hincándose en una sola rodilla, y juntando sus manos pequeñas como le había enseñado la mamá Esthela, al abuelo Leonidas  nunca le falto la mano llena de sueños, respetos, cariños, decires y consejos. Y claro unos cuatro o seis u ocho centavos de sucre. El César necio como siempre insistía en llamarle papá Leonidas. Y él claro ya se había acostumbrado, solo movía la cabeza. Sabía que se había convertido en el tercer papá.

“Papá cuatro”

Debe haber cumplido el César unos 21 años, estaba casi hecho, la tarde caía dejando pequeñas luces que se deshacían en el adoquinado de una calle céntrica de Latacunga, el César se veía nervioso, caminaba de un lado a otro, mientras observaba un vehículo estacionado frente a una ferretería, un hombre agitado salía y entraba de la ferretería con paquetes que los iba acomodando en la parte de atrás del carro, el hombre se sube al vehículo, César pega una carrera y se cuelga de la ventana del lado del chofer, justo cuando este hombre subía el vidrio de la ventana.

Desearía conversar con usted un rato, le dice, César.

Yo no tengo nada que conversar contigo, le dice, el hombre, mientras fuerza la manivela de la ventana para subir el vidrio.

Necesito conversar con usted, insiste, César.

No tengo nada que conversar contigo, le repite el hombre, voy a llamar a la policía para que te detenga.

Puede llamar a la policía le dice el César, yo solo quiero conversar con usted. Por favor abra la puerta del otro lado,  le dice.

Acepta el hombre y el César se da la vuelta al vehículo por la parte de adelante, poniendo las manos en el capote, abre la puerta e ingresa al carro, se sienta.

Sólo una pregunta le quiero hacer, le dice el César, y enseguida le lanza ¿usted es mi padre?

¡No! Le contesta el hombre.

El joven nunca vio rostro alguno, parece que sufrió una ceguera pasajera, se sintió herido, despojado, huérfano, lanzo un grito para que le escuchará toda la ciudad, ¡entonces usted me asegura que no es mi padre, entonces mi madre que fue una…! y se contuvo. Acciono su ser, acciono su espíritu, acciono sus recuerdos, cuando su madre le indicaba desde pequeño que su papá era ese hombre con pelo ensortijado, ancho de hombros, que no tenía el valor de verle, por eso no conoció el color de su mirada, siempre le vio aligerando el paso, evitándole, muchas veces corriendo, un mundo de cosas pasó por su cabeza, freno en seco la otra acción planificada y el volvió a preguntar ¿usted es mi padre?

Si yo soy tu padre, le dijo.

Sólo eso quería saber, le dijo, se bajó del carro, se alejó despacio, mientras una lluvia bajaba de sus ojos, llovizna delicada, imperceptible y las tempestades comenzaban a terminar.

Entonces para si se dijo, él podría haber sido mi cuarto papá.

Podría haberle dicho papá Jorge, pensó y se fue, volvió a Pujilí, le abrazo a la Esthela, ella no supo porque, solamente vio en la mirada del César el mundo de agradecimientos, de congratulaciones, de tranquilidades y le aconsejo que se fuera a dormir.

Cuantos años sin padres, con padres, compartiendo padres, hicieron que miles de cielos salieran al encuentro otros padres. 

Al final ningún resentimiento, ningún odio, nada que dañará su espíritu, el cuarto papá quedo al descubierto y de alguna manera le amo.

A mis amigos y amigas les prometo el retorno compañeras y compañeros

Las distancias, las lejanías, nos dejan enseñanzas directas al corazón, cuando de amistades se trata, extrañamos su conversación, sus bromas, sus picardías, sus enseñanzas, que son fruto de esos espacios de lealtad y sinceridad, que son construidos conjuntamente en los momentos de diálogo, de cariño, de ese compartir desinteresado que se instala directamente en el alma, a veces esos recuerdos nos estaciona la alegría, la tristeza, las lágrimas, la frustración por no haber hecho un poco más por ellos o ellas, el arrepentimiento de no haber dado todo, de haber sido egoísta, de haber escondido en lo interno las posibilidades de ser más dadores, más desprendidos sin esperar nada a cambio, al final la vida, también la muerte y los viajes que cruzan el océano nos juega pésimas bromas, imperdonables pasadas.

Una especie de recuerdo calculado, olvido programado que nos acompaña eternamente, se suma a los millones de pensares que se nos viene a nuestro cerebro, a nuestro corazón, esto de soñar en los que se han ido se vuelve indispensable, se lo desea, se lo busca, como parte de un safari orgánico espiritual que se distribuye caóticamente en este cuerpo finito, que viaja acompañado de destellos, de sombras, de niebla, en realidad es un viaje en el tiempo, antes del tiempo, después del tiempo, las conjeturas, las intuiciones viven atrapadas por esa red inexpugnable que es la palabra, la frase, el párrafo, la conversa ausente, agonizante, muerta.

A los que se fueron les adeudo mi lucha, especialmente a aquellos y aquellas que preservaron en la utopía, que no se arrinconaron, que siguieron manteniendo la mirada llena de ternuras, de compromisos, de humanismos y perdonen que pluralice, puede sonar incomodo, como dicen ahora, puede causar “ruido”, pero la verdad de sus no renuncias es porque fortificaron su espíritu, resistieron mimetizándose, haciendo tripas corazón, porque se quedaron en silencio esperando el amanecer, porque se movieron en la oscuridad, en la penumbra sintiendo los latidos, los murmullos bajando en estampida a lo más profundo de su ser, porque supieron estar desbancando sus sueños.

A los que negociaron sus principios, a los que se acomodaron, a los que se corrompieron y corrompieron, a los que se encargaron de poner un epitafio en los sueños, a los que se encargaron de confundir porque ellos están confundidos, a los que redactaron toda una propuesta “revolucionaria”, a los que tomaron el nombre de patriotas envanamente, a los abusivos que se aprovecharon y se aprovechan del “poder” ¡no les debo nada! Perdón, si les debo, tal vez un aclaramiento, un golpe en la nuca para que despierten, una puteada para que dejen su ingenuidad, su conformismo, una mandada al carajo para que no sean parte de la masificación de la estupidez, del cretinismo, una sola y buena patada en el trasero para que se larguen a invernar, esto si les debo, les debemos; es tiempo de cobrar, es tiempo de encarar y de volver a hablar de nuestras propuestas sin escondernos, sin avergonzarnos.

Al fin y al cabo todavía podemos construir una patria nueva, con los que se fueron y los que se quedaron, con los presentes y ausentes con todas y con todos. Así sea.